Ayer por la mañana, ante el Tribunal Oral Criminal N°5, comenzó el juicio contra Juan Manuel Correa y Luis Sillerico Condori, acusados de ser el encargado y el capataz, respectivamente, de un taller clandestino ubicado en el barrio porteño de Caballito en el que murieron seis personas, cinco de ellas menores de edad, durante un incendio ocurrido el 30 de marzo de 2006.
Según la investigación, en el lugar trabajaban y vivían más de 60 personas con sus respectivas familias en condiciones de hacinamiento, que realizaban jornadas que iban desde las 7:00 hasta altas horas de la madrugada. El expediente afirma que las víctimas contaban con un solo baño y con una sola ducha sin agua caliente, que las habitaciones estaban separadas por cartón prensado o maderas y que las puertas estaban hechas con cortinas de tela. Además, no tenían heladera, las conexiones eléctricas eran muy precarias y convivían con material inflamable.
La instrucción del caso estuvo a cargo de la titular de la Fiscalía Nacional en lo Criminal de Instrucción N°38, Betina Vota, quien en julio de 2007 solicitó la elevación a juicio del caso. En el debate, participa el fiscal subrogante Fabián Celiz con la colaboración de la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (Protex), a cargo de Marcelo Colombo.
Luego de la lectura del requerimiento de elevación a juicio, uno de los imputados utilizó su derecho de declarar y posteriormente comenzó la ronda de testigos. El primero fue un vecino de la cuadra. “Con mi mujer, notamos que había cada vez más gente viviendo en el lugar y máquinas que funcionaban inclusive a altas horas de la madrugada durante los fines de semana. Se escuchaba el llanto de los niños y se los veía bajando bolsas de alimentos. Sospechamos que había gente en situación de esclavitud”, describió el hombre. Y continuó: “Un par de veces vimos cómo autoridades policiales retiraban ropa y se la guardaban en el baúl del patrullero”.
Con respecto a las condiciones del lugar, el testigo indicó que en la planta baja estaban instaladas unas 50 máquinas, que en el fondo había lo que hacía las veces de un baño y que “era un asco”. Además, señaló que las ventanas tenían rejas.
El segundo testigo fue Luis Fernando Rodríguez Palma, padre de una de las víctimas del incendio. El hombre indicó que se fue a vivir al lugar junto a su esposa y sus dos hijos, de 3 y 4 años, en noviembre de 2005. Según su relato, Correa le hizo la propuesta laboral diciéndole que iban a cobrar en blanco y que el lugar se encontraba debidamente habilitado. Añadió que Sillarico también vivía en el lugar junto a su familia y que cuando venían los inspectores, los acusados los hacían esconderse.
“Almorzábamos en las máquinas y cenábamos en las camas”, aseguró. Recordó también que llevaba a sus hijos a un jardín de infantes ubicado a seis cuadras del taller. Luego, aprovechaba que el baño se encontraba más deshabitado y los bañaba para que los niños pudieran dormir la siesta. “El único baño que había estaba muy sucio y eso hizo que a mis hijos les salieran hongos en los pies y cosas en la cabeza. Además, debido a la mala alimentación, uno de ellos tenía fiebre. Tenía que pelearme con Luis o Juan Manuel para que me dejaran llevarlos al hospital. No me dejaban salir”, aseguró. Asimismo, indicó que casi no salían del lugar, que nadie tenía llave del lugar salvo los imputados, que la puerta se encontraba cerrada con candado, que sólo descansaban los domingos y que debían realizar 120 pantalones por día.
Finalmente, la última persona en declarar fue Oscar Carabajal Mamani que dijo que era el suegro de Sillarico y negó los hechos.
El caso
El 30 de marzo de 2006, una mujer que se desempeñaba como cocinera fue al primer piso a buscar provisiones cuando advirtió del foco del incendio y comenzó a gritar para pedir ayuda. Entonces, la mayoría de los trabajadores abandonaron el lugar y otros intentaron rescatar a las víctimas utilizando entre 8 y 10 matafuegos que se encontraban en la vivienda. Sin embargo, la magnitud del fuego hizo que se derrumbara el segundo piso.
Como consecuencia de la investigación llevada a cabo, se pudo saber que en la planta baja del edificio funcionaba el taller textil donde se encontraban instaladas 37 máquinas de costura y que en el lugar trabajaban 67 personas de personas, en su mayoría de nacionalidad boliviana y muchos menores de edad, quienes también vivían en el lugar junto a sus familias en condiciones de hacinamiento.
Los acusados se encontraban a cargo del manejo del taller de costura y de repartir entre los operarios las actividades a realizarse, de proveerles alimentos, bebidas, los elementos necesarios para poder pernoctar y alimentarse (camas, colchones, platos, vasos, bebidas, etc.).
Según consta en la causa, las víctimas cobraban 50 por fin de semana en concepto de “vales de fines de semana” lo cual presuntamente les sería descontado de sus honorarios mensuales. En la investigación, se demostró que los acusados y los trabajadores no habían acordado un monto mensual y que los pagos dependían de las prendas terminadas por cada operario, cuyos valores variaban según el modelo de los pantalones (entre $0,70 y $1,20).