Dos jóvenes de 19 y 22 años de edad, que viven en el barrio La Loma, de la villa 21.24 de Barracas, fueron detenidos en la noche del martes 3 de marzo por efectivos de la Prefectura, que iban por las calles del barrio en busca de un auto robado. Además del maltrato policial en sede de la comisaría y durante el traslado en el patrullero denunciado por los vecinos, los jóvenes fueron procesados por intento de robo, entre otros cargos. Por orden del juzgado de Instrucción interviniente fueron derivados al penal de Marcos Paz, en el que estuvieron detenidos durante seis días, a pesar de que los jóvenes no registraban antecedentes penales..
El caso en ATAJO
Al mediodía del miércoles 4 de marzo, Lucas, un joven de 20 años, muy respetado por los vecinos de La Loma debido a su seriedad y su disposición para la organización de la comunidad, se comunicó telefónicamente con el ATAJO de Barracas, para contar lo ocurrido la noche anterior, en uno de los sectores más pobres de la villa.
Esa zona deprimida de Barracas tiene características que vuelven aún más vulnerable a su población: el agua potable no sube con suficiente fuerza y los cortes de luz son reiterados; los caños que el Gobierno porteño entrega a los vecinos no resultan óptimos, porque están pinchados; los cables del tendido eléctrico son deficientes y sus conexiones precarias; la relocalización dispuesta en Camino de Sirga, contiguo al Riachuelo, separó a los vecinos unos de los otros y a las familias en su interior; y los niños tienen demasiado plomo en la sangre, debido a lo cual abundan las alergias y los problemas respiratorios. Justamente allí, donde todos los vecinos se conocen y cada uno es parte de la historia del otro, efectivos de la Prefectura detuvieron injustificadamente a dos jóvenes que “no están ni ahí”.
El hecho y las historias
Nicolás tiene 22 años, trabaja desde que dejó la escuela en cuarto año. “O estudiás o laburás”, le dijo Tati, su papá, el mecánico en el que todos confían, porque se levanta a las seis de la mañana y siempre tiene las puertas del taller abiertas. El joven entendió el mensaje de su padre y lo acotado de las opciones disponibles. A las pocas semanas consiguió emplearse en una empresa de limpieza, cuyos responsables se comunicaron todos los días que duró su travesía entre la Comisaría 32 y el penal de Marcos Paz, para preguntarle a su madre si necesitaba algo y garantizarle que su hijo conservaría el puesto de trabajo una vez que saliera de allí. Nicolás vivía en La Loma desde que su mudó con su novia, compañera de trabajo en la misma empresa.
A Miguel, en cambio, de 19, siempre se lo ve por esa zona imprecisa de la villa, entre el río y las vías, cartoneando junto a su familia, especialmente su abuelo, que compró una camioneta para ir a buscar chatarra al centro.
Ese martes había casi 30 grados. Miguel y Nicolás, que no registraban antecedentes penales y ni siquiera habían sido alguna vez demorados por la policía, se dirigieron a comprar comida al kiosco de María, que ya había vendido todas sus milanesas. Como no encontraron nada, fueron hasta el pool para ver si quedaba algo. Ambos jóvenes iban uno detrás del otro, en búsqueda de lo mismo; se conocían del barrio, pero no eran amigos. Un repentino operativo policial les trazó un común denominador: la violencia injustificada.
Según contaron alterados los vecinos, la Prefectura venía persiguiendo un auto robado, dijeron, “porque las fuerzas de seguridad dicen, pero pocas veces prueban”. Sin mediar palabra ni la correspondiente voz de alto, a uno de los jóvenes lo tiraron al piso y al otro le pusieron un arma en la cabeza. La crudeza de la escena, el griterío, las frenadas, las pisadas robustas sobre el barro, hicieron que todos salieran a ver qué pasaba: los recién llegados al barrio, la viejita del comedor comunitario, los que venían de jugar a la pelota, los rescatados, las madres y las novias.
El histórico descrédito de las fuerzas de seguridad entre la comunidad de la villa agrava la intensidad de los relatos. Para el abuelo de Miguel, las fuerzas que controlan el territorio en su barrio resultan “peor que la policía de Falcón”. El estigma policial suele extenderse a todas las áreas estatales. “Ya no creo en las instituciones ni menos en la Justicia”, narra uno de los vecinos, sorprendido de sí mismo cuando llega a las 8 y media en punto al ATAJO de la avenida Iriarte, dispuesto a decir “quiénes son esos que nos tienen que cuidar y dar seguridad”.
En la sede de la Agencia Territorial de Acceso a la Justicia, los vecinos contaron que tienen guardados los casquillos de las balas utilizadas en el operativo, para contextualizar los piedrazos que atinaron a responder ante el ataque de los prefectos, que la emprendían a balazos contra quienes se cruzaran, sin importarles si se trataba de niños que jugaban entre el barro, porque no tienen plazas cerca, hacía demasiado calor, las clases recién habían empezado el día antes y las maestras no habían dado tarea todavía.
Según recordaron los familiares de Miguel y Nicolás, lo primero que hicieron fue dirigirse en caravana a la comisaría 32, porque allí les dijeron los efectivos que trasladarían a los chicos. Eran como 20, entre familiares, amigos y vecinos con hijos de la misma edad, que podrían estar en la misma situación cualquier día de estos.
Sin embargo, los jóvenes arribaron a la sede policial recién una hora y media más tarde, a las 11 de la noche de ese martes. ¿Dónde estuvieron detenidos entre las 21.30, que se sucedieron los hechos, y las 23 hs? A los vecinos que conocen sólo de vista a los chicos, les impactó saber detalles del procedimiento: cómo y cuánto les pegaron, la larga hora que estuvieron dentro del patrullero con la calefacción prendida cuando afuera había casi 30 grados de temperatura, las golpizas en sede policial y durante el traslado entre el lugar de detención y la comisaría.
La carátula
Un día después comenzaría la segunda etapa del calvario. Las visitas que no se concretan, el rumor de los pasillos judiciales cuya intensidad varía entre una simple detención por “averiguación de antecedentes” y el “homicidio”. Recién cuando intervino el equipo ATAJO, y se presentó en la comisaría, y sus funcionarios exhibieron sus credenciales, los oficiales se dignaron a informar los motivos de la detención que hasta el momento se negaban a comunicarles a las desesperadas familias.
De la información suministrada surgió la carátula de hecho delictivo que los vecinos juran jamás ocurrió. “Tentativa de robo, lesiones, daños a bien público y resistencia a la autoridad”, dice, lacónico, la primera hoja del expediente. La indignación aumentaba porque, además de la supuesta inexistencia de los delitos aludidos, los familiares seguían sin poder ver a los jóvenes.
Tan desesperados como antes, pero además enojados, casi treinta vecinos se dirigieron a la casa de Tati, el padre de Nicolás, golpearon su puerta y le ofrecieron su testimonio verdadero, lo que sus ojos vieron sin que nadie se los contara, para el día y la hora que fuera necesario declarar. De no haber mediado el Programa de Acceso Comunitario a la Justicia del MPF, el enojo del vecindario podría haberse agravado con quema de neumáticos frente a la seccional policial.
Según relatos de los vecinos, el hecho se trataría del caso de violencia institucional más alevoso que se recuerde en La Loma. Quizás no por la gravedad de las consecuencias, pero sí por lo tremendamente injusto de la situación: Nicolás y Miguel son demasiado jóvenes, trabajadores, todo el mundo los quiere, y “no andan en cualquiera”.
En los días siguientes, el hartazgo se canalizaría a través de la solidaridad y el acompañamiento multiplicados. Vecinos que no conocían a los chicos preguntaban en qué podían ayudar, desde colgarse al teléfono de visitas del penal de Marcos Paz hasta que atiendan y puedan gestionar una visita, hasta mandar comida, cepillo de dientes e ibuprofeno, para aliviar los golpes.
En libertad
El viernes 6, tras permanecer tres días en la cárcel de Marcos Paz, Miguel, el más joven, fue dejado en libertad. A Nicolás, quizás por ser más grande, lo soltaron recién el lunes 9. No pudo ver el empate de Boca en Santa Fe junto a su novia, ni pasar en La Loma el fin de semana reparador tras las duras jornadas de trabajo en la empresa de limpieza, interrumpidas abruptamente por el procedimiento policial.
El único consuelo para familiares y habitantes del barrio demasiado acostumbrados al maltrato institucional es, por ahora, el Programa ATAJO, que hará lo posible para que al juez interviniente le llegue otra versión de los hechos, contada en primera persona por los propios vecinos del barrio, y no sólo el relato de la policía. El juzgado que intervino inicialmente, en lo Criminal de Instrucción Nº 49, derivó su competencia al Nº 2 del mismo fuero, donde se encuentra actualmente en trámite.
Tras la correspondiente derivación hecha por el ATAJO a la Procuraduría de Violencia Institucional (PROCUVIN), el simple consuelo de los vecinos quizás empiece a tomar forma de justicia.
Aclaración: los nombres propios y las señas particulares de este caso fueron modificados, a fin de resguardar la identidad e intimidad de los protagonistas